sábado, 26 de septiembre de 2009

En medio de la noche me desperté sobresaltada. Por un momento no supe lo que me había despertado. Pensé en algún ruido en el piso vecino, o en la calle, o quizás una luz en la oscuridad. Pero de repente me di cuenta de lo que había sido. Él estaba tumbado a mi lado, y yo le daba la espalda. Había puesto su brazo sobre mi cintura. Y su brazo pesaba como una viga de acero, no me dejaba respirar, y su calor me agobiaba. Quise apartarlo, pero tuve miedo de despertarle, de tener que darle explicaciones, de no poder contenerme y decirle que su abrazo me repelía. No supe qué hacer. Me moví, cambié de postura, pero el brazo seguía allí. Una sensación empezaba a subir por mis entrañas y las ponía patas arriba. Tardé un rato en identificarla, hasta que me di cuenta de que era odio, el odio más puro y fuerte que había sentido en mucho tiempo. Me pregunté por qué sentía aquello, si él siempre se había portado bien conmigo. Yo no tenía derecho a sentir odio hacia él. Y entonces, horrorizada, me di cuenta de que el odio no lo sentía hacia él, sino hacia mí. Me odiaba por acostarme con él cada noche, a pesar de no quererle, a pesar de no estar enamorada de él. Por pasar la noche con él para así no tener que pasarla sola. Se me revolvió el estómago, y ya no fui capaz de soportar su tacto. Me levanté apresuradamente y corrí al servicio. Después de un largo rato en el que perdí la noción del tiempo, suplicando al vacío que él ya hubiese cambiado de postura, me volví a acostar. Pasé el resto de la noche rígida, boca arriba, en esa postura que mi hermana, de pequeñas, siempre calificaba de muerta. No pude volver a dormirme, aterrada porque su brazo volviese a despertarme.

Esa fue nuestra última noche.